En nuestro país, el feminismo y la igualdad tienen entre sus grandes valedoras a Victoria Kent, abogada, política, diputada y Directora General de Prisiones durante la Segunda República, todo ellos campos prácticamente restringidos en su época a la órbita de los hombres.
La vida y obras de estas y otras muchas mujeres reconocidas con el paso del tiempo por la historia los podemos conocer fácilmente, pues son abundantes sus biografías escritas y los artículos accesibles a través de Internet.
Quizás sea más apropiado para este trabajo buscar alguna figura menos conocida, alguien de tu localidad, cuyo nombre no resulte familiar fuera de este ámbito más reducido. Dependiendo de lo populosa de tu ciudad, tendrás más o menos personas o personalidades a las que retratar. Claro que la cosa se complica si has nacido en una aldea de poco más de mil habitantes en plena campiña cordobesa. No obstante, voy a intentarlo.
Se llamaba Eduarda y nunca le gustó su nombre.
Nació el primer día de agosto de 1929, y toda su vida la pasó en su pueblo. Fue trabajadora, ama de casa, madre y esposa. Tuvo la suerte o el acierto de casarse con un hombre bueno, trabajador y respetuoso, a quien no le importaba dejarse llevar por ella, de un carácter más fuerte que el suyo, y un poco mandona, todo hay que decirlo.
De su infancia y sus años de moza hablaba poco, quizás porque poco bueno había que contar; aunque, a veces, cuando el calor de las noches de verano hacía que las sillas salieran de las casas a las aceras, cuando se formaban corros entre vecinas y vecinos, y los niños, cansados de correr, nos sentábamos en el suelo a escuchar las historias que los mayores contaban, también alguna salía de su boca.
Contaba que de niña sufrió la guerra, que su familia tuvo que huir y buscar refugio en otras tierras. Que se encontraron durante la huida en mitad de una batalla ella, sus padres y sus tres hermanos, el más pequeño enfermo de sarampión. Que cuando oían acercarse los motores de los aviones, su padre los tiraba al suelo y los cubría con una manta para escapar de la vista de los aviadores sanguinarios que ametrallaban todo lo que se movía. Que encontraron refugio en un pueblo de la Sierra de Jaén, y que su padre la bajó, ya cuando la guerra tocaba a su fin de un tren que la hubiera llevado a Rusia junto con otros niños. Que la guerra terminó y volvieron al pueblo, sólo para encontrar hambre, ruina, odio y represión. Así vivió su juventud.
De su matrimonio nacieron tres hijos, todos varones, dejándola sin una hija con la que compartir sus "cosas de mujeres", y que tanto deseó. Hizo de sus hijos, de su marido, de su madre y de su hermano menor, enfermo mental la razón de su vida. A todos cuidó, de todos se ocupó hasta que murieron o se marcharon del hogar.
Yo la recuerdo sentada en una silla, hojeando una revista, mirando las fotos y esas líneas de signos indescifrables que nunca pudo leer porque, en aquel tiempo y aquel lugar "las mujeres no necesitaban ir a la escuela sino aprender a llevar su casa". La recuerdo suspirar y decir "qué mala suerte haber nacido mujer".
Y a pesar de todo, como un milagro, construyó a su alrededor un hogar que siempre funcionó como un matriarcado, en mitad del patriarcado a veces grotesco que la dictadura construyó en nuestro país. Cuando los hombres e incluso los niños en las casas no hacían más que esperar sentados a que sus esposas, madres, hijas y hermanas los sirvieran, ella no enseñó a poner y quitar los platos de la mesa, a lavarlos, a coger una escoba, a hacer una cama, calentar una comida, coser un botón... Pequeñas cosas que ahora nos parecen de lo más lógico y normar, pero no en aquel lugar y aquel tiempo. Y también nos enseñó que nadie es más que nadie dependiendo del órgano con el que nació entre las piernas.
Consciente de todas las injusticias que sufrió sólo por ser mujer, nos enseñó a rechazar, a despreciar, a combatir la discriminación en cualquiera de sus formas.
Con el tiempo, los tres hermanos tuvimos que marchar de su lado, primero el mayor, buscando en los andamios un futuro mejor que el que se adivinaba entre los olivos. Después los dos menores, a quienes una modestas clases de mecanografía, empeño personal de su madre, permitió acceder al mundo de las oposiciones y la función pública. Porque en el aquel humilde hogar, aunque nunca sobró de nada, su matriarca se ocupó de que nunca faltaran los libros que ella no pudo leer.
En la última etapa de su vida pudo ver cómo España cambiaba, cómo las mujeres conquistaban metas que a ella se le antojarían imposibles, cómo podían hablar de derechos y no sólo de obligaciones.
Con el tiempo he llegado ha comprender la suerte que tuve de ser su hijo, de que fuera ella quien me criara. Que me enseñara a ver la parte buena de las cosas en lugar de la mala, a apreciar lo que tienes en lugar de envidiar lo que no tienes. Que me enseñara a quejarme menos y pelear más. A apretar los dientes y levantarme cuando me caigo.
Con el tiempo he llegado a comprender que al cambiarnos a nosotros, a los hombres que tenía a su alrededor, a una nueva generación, también cambió el mundo, también luchó por la igualdad. Sin proponérselo; sin darse cuenta de ella. Y con ella, miles de mujeres en este país y en todo el mundo que comprendieron las injusticias que sufrían sólo por el sexo con el que nacieron y a su manera, contribuyeron y contribuyen a que se avance hacia un mundo con igualdad.
Ninguna de ellas aparecerá en los libros de historia, a ninguna dedicarán artículos ni documentales, a ninguna se le reconocerá públicamente su valía. Pero sin ellas, tampoco se conseguirá erradicar algún día la desigualdad, la injusticia ni la discriminación.
No sé si estas líneas cumplen con lo que se esperaba de este trabajo, ni se se puede enmarcar en los parámetros que establecía. No sé si estas mujeres de las que hablo traspasan la categoría de personas para poder ser contempladas como personajes, pero hoy busqué entre mis recuerdos un tema para este reto, y esto es lo que encontré.
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